José Brusco/POPULAR
Por Eduardo Verona
La caída imparable del equipo que conduce Lucas Pusineri es
también un efecto de irresponsabilidades flagrantes de la dirigencia, que tomó
decisiones absolutamente negativas en el armado del plantel, destruyendo en dos
años lo que habían logrado construir.
El derrumbe futbolístico de Independiente ya adquiere
dimensiones imposibles de disimular o relativizar. El equipo que hoy dirige
Lucas Pusineri es una lágrima, en sintonía directa con la dirigencia que lidera
Hugo Moyano y su hijo Pablo, quien padece de una incontinencia verbal
apabullante, lo que lo empuja a decir exabrupto tras exabrupto sin que nadie
puede detenerlo.
No es cuestión de adjetivar por adjetivar. O de encontrar
palabras que denuncien perfiles dramáticos. Pero la situación de Independiente
parece realmente fuera de control. El debilitadísimo plantel con que cuenta
Pusineri (es impresionante como fue cambiando su rictus y su expresión desde que
conduce al equipo) apenas alcanza a derramar grandes flaquezas técnicas y
notables claudicaciones anímicas que se van multiplicando durante los
desarrollos de los partidos.
La nueva derrota del pasado lunes por 1-0 ante Huracán, no
solo se suma a las cuatro caídas anteriores bajo el ciclo de Pusineri (de 9
partidos, ganó 2, empató 2 y perdió 5), sino que delata la gravedad de una
crisis que a esta altura lo precipita a reflexionar sobre su promedio, de cara
a la próxima temporada o incluso considerando el inminente comienzo de la Copa
de la Superliga.
El problema de Independiente, por supuesto se enfoca en los
preocupantes números que lo acompañan (en 22 encuentros del campeonato sumó 26
puntos y acumuló 10 derrotas), pero sobre todo en las pésimas respuestas que
viene ofreciendo, dejando al desnudo el desconcierto de la dirigencia para
estar a la altura que demandan las actuales circunstancias.
Repetir que Independiente se autoflageló luego de conquistar
el 13 de diciembre de 2017 la Copa Sudamericana frente al Flamengo en el
estadio Maracaná, es aburrido pero necesario. No es para nada frecuente que un
club que logra un título continental haga de inmediato todo lo posible para
emprender la tarea de su propia destrucción.
Si el entrenador Ariel Holan fue el comandante de esa penosa
travesía, Moyano y compañía terminaron siendo laderos de ese viaje que
desembocó en este derrumbe. Porque Independiente construyó esta decadencia. La
transferencia de responsabilidades tan habituales en estos casos, culpando a la
prensa, a la mala suerte o al rigor inexorable del destino, no son otra cosa
que excusas y lamentos que no logran justificar lo evidente.
Un buen equipo de fútbol como había logrado tener
Independiente en el 2017, no debería haberse desmantelado con una ligereza
imperdonable.
Vendieron sin una estrategia política a Tagliafico, Barco,
antes Rigoni, después a Meza, Amorebieta, Gigliotti, el Torito Rodríguez, hasta
finalizar en el 2020 con las salidas apresuradas y urgentes de Domingo, Pablo
Pérez, Figal y Benítez.
La destrucción del equipo fue sistemática. Holan abrió y
cerró puertas. Se resignificó en un CEO del club. Un CEO lacrimógeno que
empaquetó a distintas audiencias. Y a distintos sectores de la prensa, muy
sensibles a su orientación demagógica y manipuladora. El clan Moyano funcionó
en la misma dirección. Bancaron a Holan en todas las determinaciones. Y
vaciaron el plantel como si cada jugador fuera reemplazable por cualquier otro
jugador, en una dinámica que no respetó ni contempló ningún método ni contexto.
La caída del equipo y de las variables económicas del club
fueron brutales. Se fue Holan luego del desastre que acunó, llegaron Sebastián
Beccacece, luego de manera interina Fernando Berón, hasta que en enero de este
año asumió Pusineri, mientras la dirigencia seguía dejando jugadores por el
camino con una naturalidad claramente irresponsable.
Las consecuencias están a la vista. El equipo en los últimos
dos años fue encontrando algún que otro paliativo, pero en general lo abrumaron
las adversidades.
Y cayó. Los jugadores que arribaron bajo las conducciones de
Holan y Beccacece (salvo excepciones) defraudaron por completo. Por no decir
que varios fueron clientes de aplazos a repetición. El caso paradigmático
podría encarnarlo el paraguayo Cecilio Domínguez (incorporado bajo la gestión
de Holan, a cambio de 6 millones y medio de dólares), un auténtico puntero sin
diagonal, desborde, gol, gambeta ni remate. Nada de nada.
Y sucumbió Independiente, como no podía ser de otra manera.
Hugo y Pablo Moyano no pueden mirar para otro lado. Hicieron un buen primer
mandato. El segundo que comenzó hace dos años se perpetuó en el error.
Descapitalizaron a Independiente, se les fue de las manos el
fútbol creyendo ser virtuosos en una especialidad que desconocen e ignoran y
ahora, mientras la música sigue sonando, quedaron en el medio del baile sin
saber bailar.
Fuente Diario Popular
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