Juan Ignacio Roncoroni
Por Eduardo Verona
El peor enemigo del entrenador de Independiente parece ser
su propia sombra, más allá de lo que puedan producir los jugadores, enfrentados
con el ego, las contradicciones e inseguridades del conductor del equipo
Holan se enamoró de Holan. Esas cinco palabras fueron el
título de un texto que salió publicado en esta plataforma digital a los siete
días de que Independiente se consagrara campeón de la Copa Sudamericana el 13
de diciembre de 2017, en aquella recordada final ante Flamengo en Río de
Janeiro.
Por esos días en que Holan había anunciado una renuncia al
cargo de entrenador de Independiente que al toque se reconvirtió en un regreso
urgente muy difícil de interpretar, ya se vislumbraba algo esencial que lo
acompañaría: la dimensión del personaje que lo estaba atrapando.
Quería Holan dibujarse en el horizonte del fútbol argentino
como el nuevo héroe de Independiente. Para ser más preciso: como la versión
actualizada del inolvidable Pato Pastoriza. El triunfo, en realidad, lo había
confundido y arrojado a la desmesura. Los vapores intransferibles de la
victoria estaban operando en la subjetividad del técnico.
A partir de allí, de la estupenda coronación en ese templo
majestuoso que es el Maracaná, Holan comenzó su tarea de autodestrucción que
Independiente ahora padece. Y es extraño lo que sucedió. Muy extraño. Porque
cualquiera puede destruir lo que otro construyó. Ocurrió, ocurre y ocurrirá en
política, en economía, en manifestaciones artísticas, en términos sociales y
por supuesto también en fútbol. Pero parecería muy poco probable que alguien se
empeñe, día tras día, en destruir su propia obra para mirar impávido los restos
desangelados del derrumbe.
La conducta profesional de Holan nos lleva a esa figura. La
del hombre que logra levantar una pared con paciencia artesanal para después
tirarla abajo sin medir las consecuencias. Porque esto es lo que hizo Holan en
Independiente. Saboteó la estructura en que se apoyó para crecer. Y para
permitirle crecer al equipo. Porque Independiente fue un buen equipo en el
primer año de su gestión. Un equipo dinámico, potente, veloz, aguerrido y que
además proyectaba la posibilidad inmediata de continuar evolucionando.
Holan frenó y dinamitó esa evolución. E incluso se
autoflageló. ¿Por qué? El debería explicarlo, aunque hay cosas que nunca se
explican. En todo caso se expresan en distintos episodios. En la nueva derrota
1-0 del pasado domingo frente a Gimnasia, el rictus de su cara apenas finalizó
el partido quizás sintetizó la imagen de un hombre abrumado, desconcertado y
vencido.
No tendría Holan que transferir responsabilidades para lavar
sus culpas. Es cierto que los errores flagrantes que vienen cometiendo los
jugadores no pueden ser endosados en las espaldas del entrenador. Pero parecen
ser producto de un cuadro de situación fuera de control. El pésimo clima que se
respira en Independiente entre el plantel y el técnico forma parte de una
atmósfera contaminada que se sigue extendiendo.
No es novedad que la relación de Holan con no pocos
integrantes del plantel está fisurada desde hace varios meses. Y está fisurada
porque Holan desde su relato sembrado de sospechas, compite con los jugadores.
Como compitió con el preparador físico Alejandro Kohan, hasta que Kohan se
desvinculó luego de la Copa Sudamericana obtenida en 2017.
La disolución irreversible y traumática de ese viejo vínculo
anticipó otras disoluciones en otros contextos y con otros protagonistas. Pedía
Holan, sin explicitarlo en palabras, un protagonismo exclusivo. Necesitaba, a
favor de su vanidad, en erigirse en el galán de la película. En el único
refundador de Independiente. Y naturalizó ese falso rol como una estrategia
para alcanzar más poder. Sin lugar a dudas, se equivocó. E Independiente paga
las consecuencias.
Por eso se espantó en varias oportunidades cuando escuchaba
que a Independiente podría acercarse un manager o un director deportivo. Como
ya lo tiene la Selección con el Flaco Menotti, Racing con Diego Milito, River
con Enzo Francescoli y Boca con Nicolás Burdisso, para citar algunos ejemplos.
Holan no quiere a nadie, salvo a los que él considera que están por debajo en
su escala social, como sus 23 colaboradores en diferentes áreas.
La mirada persecutoria que vive en Holan lo obliga a
descubrir amenazas y fantasmas por todas partes. Amenazas a su autoridad como
conductor de un equipo (hoy a 22 puntos del líder, Racing) que se cae a
pedazos. En virtud de ese escenario fue dilapidando su capital. Y empujando a
jugadores valiosos para que abandonen el club.
El caso de Gigliotti y su partida apresurada a México, es un
caso testigo rotundo en esa dirección. Lo quería afuera de Independiente sin
importarle en absoluto el aporte futbolístico del goleador. Gigliotti no era
Batistuta, pero para Independiente era un delantero imprescindible. Holan
privilegió otra cosa. Privilegió, en definitiva, su lectura egocéntrica. Ser
él, el ombligo de Independiente. Algo así como el punto de partida y el punto
de llegada. Un despropósito absoluto.
El desmantelamiento brutal del plantel y la cantidad de
refuerzos inoperantes que recomendó al club con la anuencia incomprensible de
los dirigentes (Gaibor, Silvio Romero, Braian Romero, Menéndez, Verón, Cerutti,
Burdisso, Britez, Hernández, Gastón Silva y Francisco Silva entre otros),
terminó estrellando al equipo, sin dejar rastros de las postales de 2017.
Otra vez surge la misma pregunta casi de tono existencial:
¿qué le pasó a Holan para promover su autodestrucción? Lo que queda claro es
que lo derrotaron por goleada sus zonas erróneas. Cuando alzó la Copa
Sudamericana, empezó a perder. Si sigue un poco más o un poco menos en
Independiente, no cambia el enfoque. El derrumbe está a la vista.
Fuente Diario Popular
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