La derrota ante la formación B del Ciclón expuso al equipo
de Milito en su fragilidad defensiva e impotencia con la pelota; sólo se salva
del naufragio el pibe Barco
Por Claudio Mauri
Belluschi convierte el segundo gol de San Lorenzo al tomar
un despeje de Campaña; un rato antes, el arquero le había atajado un penal a
uno de los pocos titulares del Ciclón. Foto: Gustavo Garello / Jam Media
Si se exceptúa el gol en contra de Arregui (Temperley, tres
partidos atrás), pasaron 502 minutos para que un jugador de Independiente
volviera a hacer un gol. Y cuando lo consiguió -Denis, de cabeza- no sirvió
siquiera para empatar, ni para calmar la ansiedad ni modificar una desazón que
se acentúa. Un gol que estuvo lejos de generar satisfacción o entregar
consuelo. Casi que parecía una burla del destino. Una recompensa tardía, un
dulce que no dejaba de ser agrio. Las decepciones acumuladas llevaron a que desde
las tribunas del estadio Libertadores de América bajaran las estrofas con
entonación de ultimátum: "El domingo, cueste lo que cueste, el domingo
tenemos que ganar...".
A este Independiente que no cumple con las expectativas, que
contagia nerviosismo, sus hinchas le pidieron que dentro de una semana triunfe
de visitante en el clásico frente a Racing . El fútbol a veces funciona así,
tiene una dinámica incongruente: a un equipo que no respondió a la exigencia
razonable de ganarle a la formación B de San Lorenzo , que transmitió más
inmadurez que un rival integrado casi en un 50 por ciento por juveniles que se
asoman a la primera división, se lo intima a que responda al desafío mayor de
ganarle al adversario de toda la vida.
¿Puede este Independiente cumplir con la demanda de unos
simpatizantes cada vez más impacientes e intolerantes con un equipo que se
consume en su impotencia? El fútbol siempre tiene acontecimientos imprevistos,
que no responden a la lógica, pero si Independiente es capaz de resolver positivamente
el clásico se habrá distanciado no sólo de la imagen híbrida que entregó ayer,
si no que pondrá una bisagra a la floja campaña en este torneo y otras
decepciones aún recientes y dolorosas, como lo fueron las eliminaciones en las
copas Argentina y Sudamericana.
Quizá a Independiente le venga bien ir al Cilindro vecino, a
no quedar baja la mirada inquisidora de su gente. Es un equipo que sucumbe a la
presión y a la responsabilidad, al que el murmullo reprobatorio se le hace
estruendo en los oídos. Le quema la pelota y se le nubla la mente.
A Independiente se le ve una idea de juego: asociación,
posicionamiento en campo rival, futbolistas que abran el frente de ataque,
propuesta ambiciosa. Pero también se le advierte una alarmante falta de jerarquía,
de recursos individuales. Hay jugadores que están por debajo de las condiciones
que mostraron en algún momento: Vera, Ortiz, Benítez, Rigoni.
La falta de resultados erosionó la confianza y el equipo cae
presa del pánico. En esas circunstancias, tampoco aparecen los líderes, los
futbolistas con personalidad para absorber la presión. Si el Rojo tiene a
alguno de ese tipo, debería dar un paso al frente cuanto antes. Para que, por
ejemplo, no ocurra una jugada que debería ser una anécdota, pero que en realidad
fue todo un símbolo de la obnubilación general: Benítez, dentro del área,
remató al arco y la pelota dio... en la espalda de Vera.
En medio de un desencanto justificado, a Independiente le
quedó una esperanza a la que aferrarse: el pibe Ezequiel Barco. A los 17 años,
quizá no terminó de tomar conciencia del difícil momento del Rojo. Entonces,
muestra el atrevimiento que le falta al resto; pide la pelota más que ninguno;
gambetea con la convicción de que no lo van a frenar; le apunta al área con la
determinación que escasea en sus compañeros. Y mostró una precisión que casi no
existió en los pies de Figal, Toledo, Ortiz, Vera.
Hasta ahora, Barco es el gran acierto de un Gabriel Milito
que no logra que el equipo rinda de acuerdo con su libreto. Lo hizo saltar de
la sexta división a la primera, sin escala en la reserva. Ya hizo un gol, a
Godoy Cruz, por la segunda fecha, cuando pocos imaginaban que Independiente iba
a pasar por este calvario de la falta de puntería (ayer contabilizó 22 remates)
y eficacia (sólo cinco fueron al arco). Barco no pasó la prueba en River y
Boca, y Jorge Griffa lo acercó a Avellaneda desde su Villa Gobernador Gálvez
natal. En un panorama de jugadores que parecen gastados, Barco transmite
energía, ilusión. Los aplausos y reconocimiento de los hinchas son sólo para
él; el resto recibe recriminaciones y silbidos; en algunos casos, tanto para el
que entra (Sánchez Miño) como para el que sale (Rigoni).
Gabriel Milito, que descartó que el problema sea de actitud,
intenta mostrarse sereno, con control de la situación, aunque deja de ser
analítico y le responde con mordacidad al periodista que le plantea si se juega
el puesto en esta serie de tres clásicos consecutivos: ya perdió con San
Lorenzo y le esperan Racing y River.
Flojo en defensa (Figal y Toledo fueron una suma de
errores), irresoluto en ataque, Independiente se hinchó de una posesión (casi
el 73 por ciento, contra el 27 del Ciclón) que lo expuso en sus carencias.
Milito respetó siempre el planteo y los cambios que hizo fueron puesto por
puesto, con una media hora de Denis (un gol y otro cabezazo al travesaño) más
productiva que los 60 minutos de Vera.
"Es un momento difícil y todo cuesta el doble",
reconoció Milito, un mariscal que no consigue levantar a su tropa, que va de
partido en partido con balas de fogueo, un pertrecho hasta ahora insuficiente y
que está emplazado a recargar con pólvora para la batalla del domingo.
Fuente Cancha Llena
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