Milito: final cantado
Por Eduardo Verona
La expectativa generada por el arribo de Gabriel Milito como
entrenador de Independiente en ningún momento levantó vuelo. El equipo no dio
respuestas y apenas denunció una obediencia sobreactuada con el técnico. Milito
en funciones reveló todas sus insolvencias, debilitando los aportes de los
jugadores.
Gabriel Milito podrá ser en el futuro un buen entrenador. O muy
bueno. Pero hoy no lo es. Y él lo debe saber. Quizás por eso advirtió en la
noche del pasado sábado, después de la derrota agónica frente a Banfield, que
tenía que renunciar. Y anunció su despedida en la conferencia de prensa con
estas palabras urgentes, sin permitir ninguna pregunta: "Es el momento de
dar un paso al costado. No fui capaz de conseguir lo que pretendía. Quiero
pedir disculpas a aquellos que tenían ilusión con mi llegada y mucha esperanza
depositada. Di lo mejor de mí".
Está claro que lo que dio no alcanzó para construir un
Independiente futbolísticamente mejor. Si lo suyo fue decepción, fracaso o
desilusión importa muy poco. El paisaje general que trasciende a los números de
su paso como técnico del equipo (lo dirigió 19 partidos oficiales, ganó 8,
empató 6 y perdió 5) fue desolador.
Jugó decididamente mal Independiente bajo su conducción. Mal
con la pelota y mal sin la pelota. Ya en los partiditos amistosos previos a la
competencia oficial (el debut fue ante Defensa y Justicia en la Copa Argentina
cuando cayó 1-0) las señales eran inocultables, aunque los lobbistas de Milito
intentaran negar lo evidente: el equipo no arrancaba. No hacía pie. Defendía
mal y atacaba peor. Y era un manojo de confusiones individuales y colectivas,
vinculadas también a la confusión conceptual que transmitía el entrenador,
entregado a la dictadura de los sistemas.
Por aquellos días de julio en plena pretemporada, Milito
planteaba en las pocas entrevistas que brindó (su recelo con la prensa fue
evidente) lo que quería: presión alta, posesión de la pelota, circulación
permanente y paciencia para encontrar los espacios. Esa era la idea. Esa era la
teoría. O el método. El Flaco Menotti en reiteradas oportunidades sabía
explicar: "El problema es cuando lo que uno desea tiene que trasladarlo a
la cancha. No alcanza con decir quiero
esto o quiero lo otro. Quiero toque y quiero elaboración. Todos pueden querer
más o menos lo mismo. Pero, ¿cómo se hace? Este es el tema fundamental.
Hacerlo. Y para hacerlo hay que tener una formación muy solida y conocimientos
muy amplios. No es solo una cuestión de voluntarismo".
La voluntad explícita de Milito estaba depositada en armar
el equipo que ni antes en Estudiantes ni después en Independiente logró armar,
Es lo más fácil a esta altura sostener que no tenía los jugadores adecuados
para llevar adelante su plan de acción. Y es además frecuente escuchar en
privado a los técnicos denostar a los jugadores porque no devolvían en fútbol
lo que se les pedía en palabras. El lugar común al que adhieren los técnicos en
estos episodios negativos suele resumirse en una expresión reconvertida en
pregunta y queja que denuncia hasta cierto resentimiento y vulgaridad: "¿Y
qué quieren que haga con estos troncos que no entienden nada?"
No estamos planteando que Milito haya formulado en algún
momento esa respuesta exculpatoria. Pero los entrenadores más jóvenes o más
veteranos la tienen a mano para transferir responsabilidades, que no siempre
son exclusivamente ajenas. También son propias.
En esos días de pretemporada ya se advertían las serias
dificultades que encontraba Milito para influir en el plantel. Esa convicción y
empatía indispensable para generar un vínculo fuerte e indestructible entre la
idea y los protagonistas nunca se consolidó. Los jugadores hacían los deberes.
Se prestaban la pelota en toques intrascendentes. Y si iban a presionar arriba
como pretendía Milito en el arranque de su gestión, delataban que iban casi por
compromiso sin la energía, la agresividad y la determinación suficiente. No
creían. No estaban convencidos. Porque nadie los había convencido. Este déficit
fue letal. Y Milito no parece haberlo contemplado hasta su naufragio que no fue
ante Banfield, sino en la paliza que le propinó Racing.
En julio, antes de empezar la función oficial, Independiente
daba la impresión durante sus ensayos (algunos pudieron observarse) de ser un
equipo desamparado. Sin rumbo. Subordinado a un libreto que le quitaba frescura
y atrevimiento. Eso es, precisamente, hacer los deberes. No involucrarse. No
arriesgar. No tomar decisiones. Tener miedo al error. Tener miedo al reemplazo.
Y buscar asegurar la pelota en función de ese miedo que derrumba cualquier
proyecto. La realidad posterior indicó que Milito terminó inhibiendo a los
jugadores. Aunque él en público comentara lo contrario. Es cierto, si hubiera
contado con Bochini no lo iba a inhibir, pero Bochini se retiró el 5 de mayo de
1991, en aquel partido frente a Estudiantes cuando Erbín de una patada lo sacó
de la cancha en camilla.
Fue y volvió Milito con sus apuntes de fútbol, más allá de
sus pésimas sugerencias para incorporar jugadores irrelevantes, incluso Meza.
Fue y volvió con la idea que nunca pudo aplicar, salvo en un primer tiempo ante
un Central sin piernas en Rosario. Fue y volvió denunciando dogmatismo para
interpretar el juego y luego cuando se vino la noche bancando los pelotazos
frontales que despachaba el equipo, mostrando que el derrumbe estaba muy
próximo.
Tanta inconsistencia se paga. Independiente la pagó
defraudando por completo la expectativa inicial. Como afirmamos al comienzo,
Gabriel Milito podrá ser en el futuro un buen entrenador. O muy bueno. Pero por
estos días demostró que no lo es. Las pruebas irrefutables las reveló el equipo
en los 19 partidos.
Fuente Diario Popular
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