Sacado. El Chacho Coudet se quiere comer a Aumente, el juez
asistente. // Fotobaires.
Por Gonzalo Bonadeo
Tras el escandaloso arbitraje de Diego Ceballos nos volvemos
a preguntar si se debe aplicar la tecnología en el fútbol en ciertas
situaciones polémicas, tal como ocurre en otros deportes.
El argentino es un fútbol decadente. Y pese a lo que
sentimos en estos tiempos negativos de eliminatorias sin triunfos ni goles, lo
menos decadente que tiene son sus exponentes de élite.
Probablemente, venir con la cantinela del shock violento de
salir del modo mundial de rugby para entrar raudamente en el modo Torneo Julio
Humberto Grondona sea el camino más corto para que cualquiera de ustedes
sospeche que ya leyó y escuchó hasta el hartazgo lo que aquí se está por
escribir. Sin embargo, hasta el lugar común del hastío tiene matices. Por
ejemplo, que hablar del torpe torneo de treinta equipos ya no es hablar
exclusivamente de la Copa Argentina. Más precisamente del espectáculo incalificable
de la final de este torneo imprescindible en su esencia federal; ojalá ahora
que terminó este ciclo presidencial se reformule su estructura y las localías
–y los auspicios– ya no sean más parte del botín que varios gobernadores
provinciales le siguen esquilmando al erario.
Sintetizar lo que nos pasa en el arbitraje de Diego Ceballos
es invitar a que los pésimos dirigentes sigan dirigiendo pésimamente, a que los
jugadores y entrenadores cuentapropistas sigan pensando sólo en la camiseta que
hoy –circunstancialmente– les toca vestir y a que los ladrones en general sigan
robando.
El espanto de nuestro fútbol está muy por encima de un
pésimo arbitraje. Aún de uno que volcó hacia el lado más poderoso una moneda
que parecía condenada a rodar como loca sobre su canto. Tanto como esa pobre
pelota a la cual, a la altura del no penal a Peruzzi, ya venía soportando un
maltrato digno de otros deportes.
Es muy tentador hablar de que, 24 horas después de abandonar
un espectáculo en el que los protagonistas se cuidan de protestar porque saben
que eso les cuesta irse de la cancha, al menos, por un rato, uno tiene que
pensar dos veces si se anima a ir a un estadio en el que, por el solo hecho de
estar ante la posibilidad de que su equipo gane un partido, una multitud decide
que debe entrar sin tener ni entrada ni carné habilitante.
Y lo logra. A propósito. ¿Tanto miedo tienen los dirigentes
de explicarles a esos hinchas que el solo hecho de portar su pasión no los
habilita para entrar en un estadio al cual, para entrar, hay decenas de miles
de señores igual de hinchas que ellos, que pagan todos los años su derecho de
admisión? Tal vez algún día nos acerquemos a la posibilidad de vivir en un país
en el que se nos explique que el concepto de libre albedrío no implica hacer lo
que se me cante.
¿Cómo no recordar que ningún escocés propuso romper
relaciones diplomáticas con los australianos y todos sus canguros porque los
eliminaron del Mundial con un penal mal sancionado? ¿O que nadie argumentó que
“el rugby es para vivos”? Por el contrario, la FIFA del rugby admitió el error
cometido por el árbitro en esa ocasión y hasta se tomó el trabajo de recordar
cuál fue la regla utilizada y aquella que se debió utilizar. O que el tiempo
que el árbitro inglés se tomó para sancionar el try de Joaquín Tuculet ante
Irlanda –decisivo para la gloriosa tarde de Cardiff– utilizando la asistencia
del juez que revisa las repeticiones de la tele (TMO) fue sustancialmente menos
que lo que consumieron las protestas posteriores a la sanción del penal
boquense.
Francamente, dedicarle demasiado tiempo y espacio a lo que
el fútbol debería aprender de otras disciplinas sería un desperdicio: para
explicar el espanto en el que se ha convertido el espectáculo que más amamos,
basta con circunscribirse al mismísimo fútbol. En el mejor de los casos,
compararlo con el fútbol de esas naciones a las que solemos ganarles en los
partidos que más disfrutamos. Esas naciones que, además, compran a valor de
pobreza argentina a los futbolistas que luego venden en Europa al valor real.
Las relaciones del fútbol argentino actual y los dueños de la pelota del otro
lado del océano se parecen cada vez más a la lógica marroquinera de principios
del siglo XIX.
De todos modos, la tentación es fuerte. Desde el hincha más
primitivo hasta el periodista que presume de y habla como auténtico conocedor,
se llenan la boca cuestionando la posibilidad de lo que denominan “uso de la
tecnología”. Con tal de eludir el compromiso, la reflexión, el debate y el
aprendizaje, te venden que lo que otros creemos imprescindible para adecentar
el juego y calmar a los enfermos de imbecilidad, que creen que la vida pasa por
un triunfo de un equipo, es un método que sólo podrían comprender los
ingenieros de la NASA. Pues bien. Lo que se denomina “uso de la tecnología” es
aquello que abunda actualmente en el rugby, el básquet, el hockey, el fútbol
americano, el tenis, el vóley, y siguen las firmas. En la mayoría de los casos
se trata de algo tremendamente complejo: repetir imágenes a través de la tele,
ese monstruo que cientos de millones de personas utilizamos para ver los
partidos. Y sacamos conclusiones a través de lo que esa tele nos acerca. Y nos
enojamos cuando advertimos que nos chorean y nos calmamos cuando disipan
nuestras sospechas al comprobar que el fallo fue correcto.
Ni más ni menos que eso es lo que sucedió, por ejemplo, en
cualquier estadio del mundial de rugby, donde todos pudimos ver todo aquello
que analizó el TMO para definir una discusión. Tal vez no sea tan necesario en
otros mercados. En el argentino es imprescindible modificar esta lógica.
Fundamentalmente para calmar a los estúpidos. O dejar expuestos a quienes lo
hacen adrede. Porque, también recordémoslo, a la mayoría de los hinchas cuyos
equipos alguna vez fueron perjudicados –es decir, todos los hinchas de todos
los equipos–, lo que les molesta, más que el error, es la sensación de que les
están afanando. ¿Qué razón hay para escapar de una solución y sostener el
problema? Si tuviese en buena consideración a la dirigencia de nuestro fútbol
–con las excepciones del caso, claro–, diría que es cinismo puro. Entiendo que
debe ser nomás una mezcla de desidia, omnipotencia y amor por la corrupción.
Pronto, la AFA tendrá elecciones. Sería un buen momento para
que el mismo organismo que dispone de una norma como el artículo 225, que no
tengo registro que exista en demasiados países, solicite una excepción y, a
modo de prueba, le pida a la FIFA que le permita utilizar “la tecnología”. O,
¿por qué no?, el uso de una tarjeta de suspensión temporaria que tanto ayuda a
otros deportes. Al fin y al cabo, nos pasamos la vida experimentando con el
formato de los torneos y modificando reglas hasta en etapas de definición sin
que a la FIFA se le mueva un pelo.
Como sea, queda cada vez más claro que al fútbol argentino
le basta con sus propios conflictos para que nos demos cuenta de que hay que
ponerle un punto final a tanta decadencia. Es insoportable el silencio de
quienes ganan un partido que no vale la pena disfrutar y ni siquiera hacen una
mínima mención al respecto. Es doloroso escuchar a dirigentes que deciden cosas
en la AFA reduciendo el conflicto a las consecuencias proselitistas. Lastima
profundamente que el Mario Alberto Kempes haya estado repleto de hinchas de
ambos equipos mientras, 72 horas más tarde, la inoperancia de la política
interna y externa del fútbol siga prohibiéndonos ir a la cancha que se nos
antoje, como si no se tratase del espectáculo más popular del planeta.
El fútbol argentino es sectario. Es como el voto calificado,
pero al revés. Los malos, los sucios, los ladrones, los violentos imponen sus
condiciones mientras aquellos que nos consideramos hinchas de corazón esperamos
que nos dejen entrar en una cancha como si fuéramos mendigos a la salida del
subte.
Si no me fallan los cálculos, el 11 de diciembre entrará en
funciones el próximo presidente. Por esa fecha, Tinelli o Segura asumirán en la
AFA. Es un hecho que habrá varios temas en común por tratar para esos días.
Sobre todo si ganan Macri y Tinelli (los oficialismos nacionales y de la AFA ya
vienen haciendo lo suyo juntos hace rato).
Más allá de los asuntos por discutir, ojalá en ambos casos
adviertan que la Argentina –y nuestro fútbol– necesita desesperadamente ideas,
equipos, grupos de personas lúcidas y de buena voluntad. Honradas.
Esto de pasarse la vida esperando que todo lo resuelva Papá
Noel nos está elevando irremediablemente a la categoría de imbéciles.
(*) Esta nota fue publicada en la edición impresa del Diario
PERFIL.
Fuente Diario Perfil Digital
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