Orion observa el desastre en la Bombonera. / AFP
Una crónica del Boca-River de la vergüenza ajena, la
violencia y los límites del rídiculo. La actitud de los jugadores xeneizes.
¿Solidaridad?
Por Hugo Asch
“La temblorosa y ardiente luz del sol le mostró los pliegues
crueles en torno a la boca con la misma claridad que si se hubiera mirado en un
espejo después de cometer alguna acción abominable”.
Oscar Wilde (1854-1900); de ‘El retrato de Dorian Gray’
(1890), capítulo 7.
Orion, creo, no hubiese superado un casting de Coppola para
El Padrino. A su villano, sobreactuado por necesidad, le faltó hondura,
densidad, convicción. El leve cabeceo que convocó a los suyos para un saludo
entre las ruinas, –firme como puñetazo de De la Rúa en lo de Grondona antes del
desastre– se ahogó en la melancolía. Pese a todo, si su idea era cerrar la
noche a toda orquesta, lo logró. Brazos en alto para cumplir con el Gran Jefe:
La 12, demasiado lejos para besar sus manos en busca de protección. Escena
cumbre del grotesco nativo. Patético. Le faltó irse en helicóptero.
Cata Díaz, hubiese tenido más suerte como extra, metralla en
mano, sombrero inclinado, boca cerrada. Por desgracia, la abrió. Fue en la manga,
en una reunión de emergencia con D’Onofrio, Angelici y Arruabarrena que
trataban de negociar una salida conjunta para neutralizar el torneo de tiro al
blanco con botellas que 800 retardados habían organizado en la platea. “No, que
salgan ellos primero; nosotros nos quedamos”, dijo el extra. Oh, no.
Arruabarrena se equivocó feo en los tres tiempos coperos.
River le cerró las puertas, metió su golcito e hizo la plancha mientras los
suyos morían de inanición. Después, lo suyo fue caminar en arenas movedizas.
Quiso boxearlo a D’Onofrio, discutió mal con Gallardo –el único que mantuvo la
calma y la cordura– y sus dirigidos lo dejaron solo cuando intentó convencerlos
que lo mejor era salir junto a los rivales agredidos. Como Lacan, le habló a
los muros. Ni pelota.
Desautorizado, desafió la lluvia de proyectiles mientras los
jugadores, sumisos, cumplían con los códigos tribuneros. Ya confirmada la
suspensión, hicieron la pantomima de ocupar sus puestos, listos para jugar…
contra nadie. ¿Objetivo? Dejar testimonio: “Las gallinas abandonaron, no
nosotros”. ¿Se puede hacer algo tan estúpido? Sí, claro. Lo vimos, en directo
para el país y el mundo.
Osvaldo, que en el partido le daba máquina a Sánchez con
temas personales de muy mal gusto, visitó con el omnipresente Orion a los
rivales más dañados por el gas tóxico. ¿Solidaridad, o una manera de averiguar
si fingían? Mmm… El idioma gestual del grupo en la cancha durante la
tragicomedia –larga como película de Kurosawa–, no dejó espacio para la duda.
Alejados, indiferentes, de brazos cruzados mientras el estadio rugía y los
jugadores de River se empapaban para mitigar el ardor.
Entonces, si algo faltaba, apareció el fantasmita de la B.
Sostenido por un drone dirigido desde una platea, divirtió a la multitud
haciendo vuelos rasantes sobre la cabeza de los apestados de Núñez. Fue la
revancha tecnológica de aquel chanchito inflable, ¿se acuerdan? ¡Genial! Un
nuevo paso hacia las altas cumbres de la estupidez.
Todos sabían que algo podía pasar. Lo advirtieron durante
toda la semana en las redes sociales, cándidos o impunes, varios grupos de
babeantes: si Boca no pasaba, el partido no podía terminar. Poco afectos a la
metáfora y con logística aceitada, cumplieron.
Un día –se alarman muchos–, van a matar a un jugador. Les
recuerdo que ya sucedió. Fue en diciembre, en la liga de Aimogasta, Catamarca:
un ladrillo impactó en la cabeza de Franco Nieto, jugador de Tiro Federal que
enfrentaba a Chacarita. Murió a los pocos días.
Lo de Emanuel Ortega, 21 años, lateral de San Martín de Burzaco,
fue un accidente, si aceptamos como algo normal que una cancha de Primera C
esté cercada, a un metro de la línea, por una base de cemento que sostiene el
alambrado. Allí estrelló su nuca Emanuel, tras disputar un balón con el 9 de
Juventud Unida. Su agonía duró 11 días. Murió el jueves, el día del futbolista.
La fecha del tercer superclásico.
En su memoria se hizo el minuto de silencio con los equipos
bien alineados, mientras un respetuoso aplauso bajaba de las tribunas. Por él,
la AFA decretó una jornada de duelo y suspendió el fútbol. A veces una muerte
reciente logra inesperados síntomas de humanidad.
Una hora después era todo olvido; gas pimienta, pieles
ardientes, ojos como zombies, gritos, amenazas: “¡Jueguen cagones, o no se
van!”. Dirigentes y colegas, especulaban: “Ya que no hay fútbol, lo pueden
seguir el sábado o domingo, ¿no?”. Ay. Roger Bello, el veedor de la Conmebol,
ejercía su oficio con admirable tenacidad: observaba, atónito, sin saber qué
hacer. ¿Herrera? Dirigió con autoridad, aunque, enredado en la burocracia, fue
otra víctima de la ridícula espera.
Angelici había apostado sus últimas fichas a la Copa. Su
proyecto empezó muy bien y terminó en desastre. Hoy se lo ve desolado, vencido,
sin reelección ni puesto consuelo en la Conmebol. Fue tan grotesco todo, que
hasta Blatter exigió sanciones duras. No hubo margen para la excusa o la
victimización. Nada.
Para colmo, el desastre sucedió un día después de las semis
de Champions. El contraste con el buen juego, una organización impecable, la
lealtad deportiva y el respeto del público ante la victoria visitante que los
dejaba afuera de la final en Berlín fue lacerante. Una comparación más injusta
que odiosa, lo sé. Igual, deprime.
Sentimos como propios los brillos de Messi y Tevez, tan exitosos,
idealizados, capaces de vencer al tiempo como el Dorian Gray de Wilde. Pero
nada es para siempre, muchachos.
En la triste noche del jueves, nos horrorizamos una vez más
frente a nuestro retrato secreto, el que ocultamos en el sótano. Aunque lo neguemos
ahí está y cada tanto nos interpela. Saca a la luz, impiadoso, cruel con toda
crueldad, nuestro costado más oscuro.
Si alguna chance de cambiar nos queda, ya es hora de
enfrentarnos cara a cara con lo que de verdad somos.
(*) Esta nota fue publicada en la edición impresa del Diario
PERFIL.
Fuente Perfil
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