El Negro Galván (primero desde la izquierda; arriba) formó
parte del Independiente más ganador de la historia. / CEDOC p
Por Claudio Gómez (*)
El fallecido emblema de la historia de Independiente fue uno de los expulsados de aquella recordada final ante Talleres, en 1978. El recuerdo.
El Negro Galván fue uno de los héroes del Cordobazo Rojo, la
final que Independiente definió ante Talleres, en Córdoba, el 25 de enero del
’78 y que está considerada como la mayor hazaña del fútbol argentino. Esa noche
el árbitro Roberto Barreiro le convalidó a Talleres un gol con la mano y
expulsó a tres jugadores del Rojo: Enzo Trossero, Omar Larrosa y, precisamente,
al Negro Galván. Así, con ocho hombres, el equipo del Pato Pastoriza logró lo
impensado: empatar con un gol de Ricardo Bochini y ganar el torneo Nacional.
El libro El Partido Rojo reconstruye esa hazaña con los
testimonios de los protagonistas. A continuación, un fragmento que detalla el
momento en que los tres jugadores expulsados escuchan el gol en el vestuario y
la reacción disparatada del Negro Galván.
La hazaña de Independiente en Córdoba
Cuando Barreiro expulsa a los tres jugadores de
Independiente, se pone firme: los manda al vestuario, si se quedan en el campo
de juego, el partido no se reanuda. Allá van, entonces, acompañados por
Santiago Torrado, el utilero. Trossero llora, desconsolado; Galván reparte
insultos para todos lados; Larrosa maldice al que se le cruce. Llegan al
vestuario, entran y meten un portazo. No tardan en darse cuenta de que se
quedaron encerrados. Ocurre que la puerta es de chapa, con dos vidrios a media
altura, y del lado de adentro no tiene picaporte, solo se puede abrir de
afuera. Más que expulsados, están arrestados.
El gol con la mano, las expulsiones, la final que se les va,
el encierro. Esto una pesadilla. Están nerviosos, agotados, pero no pueden
siquiera quedarse sentados en los bancos de madera. Caminan, van y vienen a las
duchas, lanzan insultos a la nada. Solo les queda esperar que pasen los minutos
que faltan para que termine el partido y que vengan los muchachos para
compartir la frustración entre todos. Hasta que a esa cueva azulejada y húmeda
llega un alarido. Es un grito de gol, pero todavía no saben de qué tribuna. Se
quedan quietos, esperan una señal, una pista. La confirmación se las da
Torrado, que sigue el partido por la radio. El utilero revolea el aparato, se
arrodilla y grita: «Gol, gol, gol», cortito, sin estirar la o, gol gol gol, con
las manos en la cara para contener las lágrimas, gol gol gol. Los cuatro se
abrazan en medio de ese vestuario desolado. El Rojo lo hizo. Con ocho. Esto es
una hazaña, la más maravillosa hazaña jamás protagonizada por un equipo de
fútbol. Por eso estos tipos, todavía vestidos de rojo y con los botines
embarrados, se abrazan y gritan y lloran.
La emoción es incontenible, demasiado intensa como para
mantenerla encerrada en esta celda. Este momento deben compartirlo con los ocho
héroes. El Negro Galván empuja la puerta, la sacude, le pega un puntinazo, pero
no hay caso. Escucha los gritos que llegan a este rincón, el más lúgubre y
solitario de la cancha, y se desespera aún más. Entonces tiene una reacción
disparatada: le pega una piña al vidrio de la puerta, lo rompe y pasa el brazo
para poder abrirla del lado de afuera. En la maniobra se corta un tendón del
antebrazo derecho. No le importa: lo único que quiere ahora es abrazar a los
héroes. Allá van los tres expulsados y el utilero. Buscan las luces, el verde,
la gloria. En el vestuario visitante de la cancha de Talleres queda un vidrio
roto salpicado con sangre del Negro Galván. Todo un símbolo.
(*) Autor del libro
El Partido Rojo (Editorial Planeta)
Fuente Cuatro Cuatro Dos Perfil.com
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